
Satevó, Satevó, Sa-te-vó, Satevoooooooooooó.
Retumba en mi cabeza tu nombre. Se retuerce, se arrastra, salta, me hace guiños, baila, se esconde y, reaparece
con su triunfante sonrisa plateada.
Mañana será el día.
“Nathalie no
vendrá mañana, parece que la fuerte presencia policial, de negro, enmascarados
y armados hasta los dientes le ha quitado los ánimos de salir al monte”. Me
comunica su marido ceremoniosamente.
Ahora, antes de que anochezca, tengo que ir a la búsqueda de panpan para mañana
por este pueblo que en el pomposo supermercado solo tienen bollos y panes de
plástico.
“Vaya al ladito
de Doña Mica, allí hacen pan”, me dice un viejo somnoliento bajo una ceiba. Es
un horno familiar de mujeres, pero han
vendido ya todo y nos mandan allá por el colegio Sor Juana Inés de la
Cruz abajo, en una abarrotería-cantina. Nada aparte unos cuantos bebedores
ensombrerados de mirada torva. Y al
saltar de la banqueta (¿sería esa la de
los lingotes de plata para los lindos pies del obispo de Chihuahua?), dar la vuelta a la esquina, empezó la
balacera: los federales perseguían a un hombre que se escapó como una
exhalación por un callejón hacia el rio.
La gente
desapareció, atrancó las puertas, pero al ratito pululaban con la calle como si
tal cosa y yo con ellos corazón galopando. Me pido unos huevos rancheros puro
fuego en lo de Doña Mica y me voy a mi cuarto colonial envuelta en las
tinieblas y las carcajadas de un grupo de texanos.
Pronto de mañana bajo por el callejón que va al río
Batopilas camino de Satevó. El sol lanza sus rayos con una rabia desmesurada al fondo ocre del cañón.
La cabeza humillada, los ojos bajos camino de prisa por esta carretera que ha resultado lengua de
arcilla polvorienta sin sombra que la proteja. Ocho kilómetros escapando de mi
torturador y rebozada de vez en cuando
con la polvareda que levantan los Nissan rutilantes sin matrícula.! @#&^% ¡
Repito como mantra para librarme del sofoco. Y, de repente, casi perdida la
esperanza, aparece a lo lejos como espejismo, , la “catedral” de SATEVO. Cúpula, campanario, blanca se yergue como dormida cerca del río en medio de la nada amarillenta
refulgente.


Quemados los
archivos, nadie sabe la fecha de construcción ni su nombre verdadero, pero en
el suelo hay una lapida de 1881 de
Martina Ontiveros, que nadie conoce. Unos santos artesanales me dan la
bienvenida y descubro rastros de pinturas murales. Una misión más de los 200 pueblos que fundaron los jesuitas en esta
zona hasta su expulsión en 1767 por orden del rey de España.
Al lado mismo del
cardón que monta guardia en el atrio me encuentro a Martin dispuesto a llevarme
de vuelta a Batopilas.
Por el camino
recoge a dos muchachos extrañamente bien vestidos. “Por si acaso” Dice…
Por el camino no
invita a dos muchachas. “Eso si que no, por seguro. Jajaja”. Dice quedito para
su diente de oro brillantoso.
¡Ay, yayay,
Martin!
FOTOS: Cortesia de GOOGLE
“