“Mejor sería salir mañana y dejar tres o cuatro días a la
vuelta para terminar toda la lista que me había preparado de Beijing.” La estación del tren (West) no está
lejos en metro y me lanzaré a comprar el billete para el tren rápido (G/D) que en cuatro horas me dejara en la
estación nueva, lejos, fuera de las murallas.
¡Me río yo de la estación de Delhi! Esto es un mundo de
puertas gentes maletas bultos, muchos sentados en el suelo esperando la hora de
entrar abanicados por la escobas de los/las barrenderos a la caza del papel, de
superjovenes a la ultima.
Por fin llego al pabellón de la venta de billetes. Solo
chinos, pacientes a la cola, que ni siquiera protestan por mis intentos
fallidos de hacerme entender. Finalmente
aparece la “funcionaria” experta en inglés y lidiar con estos turistas
ignorantes y prepotentes. Nada de descuentos a los seniors aquí, punto.
Mañana a la una de la tarde.
Esto es un tragadero de gente imparable. Paso los
controles, busco la sala de espera correspondiente a mi billete (eso lo aprendo
después de dar dos vueltas a ese inmenso hangar), espero, van llegando más
grupos de jóvenes con maletones multicolores que van colocando bien dispuestos
para la salida. Ríen, charlan, sacan paquetes de chucherías que se pasan en una
danza de hermandad, nadie grita, nadie se empuja, nadie pone los pies en los
asientos, nadie se sienta en el suelo.
Aquí, la alegría juvenil no es desmadre. Pienso, acordándome de las tías
despatarradas en la plataforma de la estación de autobuses de Lerma (España)
auscultando su teléfono.
Faltan 10
minutos, abren la cancela, control automático y todo el mundo disparado
ordenadamente a su plataforma y zona correspondiente a su clase de billete.
¡Sorprendente!
El tren aparece y se para justo en el sitio marcado. Subo, coloco
mis bártulos y descubro un vagón
confortable, decorado con gusto sobrio, con baños prácticos e impolutos (uno para minusválidos) y una fuentecita
dispensadora de la indispensable agua
caliente que nos habría de ayudar tanto en el viaje. Todo el personal de
servicio son mujeres. Mujeres jóvenes uniformadas limpiando, vendiendo comidas,
bebidas y recuerdos de la zona. El controlador, hombre. La jefa de la sección,
una AGRACIADA mujer de mando.
“Algo le ha
debido de pasar al viajero de la primera fila, hace casi media hora que no sale
del baño y…” Se pone la chaqueta
galonada, llama con la llave maestra dos veces, espera y abre la puerta de par
en par. El amante del retrete sale a escape cabeza entre los hombros.
¿Mis vecinos? una jovencita etérea ensimismada en su
pantalla que emitía de vez en cuando grititos gozosos. Una pareja adoraba a su
hijo pequeño. Un funcionario/manager tableteado daba los últimos toques a su trabajo.
A la hora, todo el personal se pone en marcha
masticatoria. Cada cual con sus fideos ahogados en la fuentecita, sus provisiones
de boca, hasta uno que comía una especie de pollo asado rezumante con un guante de plástico (luego constataría
que era una práctica bastante común).
Yo, mis castañas cocidas a lo chino, bocadillo de mi
bodega y lichis que es la temporada y están buenísimos. Agüita caliente para mi
sobre de capuchino. ¡Qué remedio!
Llegamos a la hora prevista, emerjo de entre la inmensa
nube de turistas chinos, bajo a la calle y me dispongo a contactar a la dueña
de mi INN (posada) que decía que
hablaban inglés… espantando a los bienaventurados choferes y facilitadores con
mi experiencia rajastani (entiéndase maleteando como un tanque oruga).
Una chica joven, moderna, ligeramente achinada se
presenta como la hija de la dueña “usted ha llamado y yo vengo a recogerle con
mi coche, espere” “He aprendido ingles en internet para poder ayudar en nuestra
Inn con los turistas, pero estoy todavía estudiando, si tiene algún problema,
este es mi teléfono.” Y nos deja a la puerta de su posada. Está en la calle de
la muralla, es una casa estilo tradicional, pero de un solo patio adornada con
farolillos y plantas.
Parece que sea la hora de la siesta, desértico, así es
que decido llamar a todas las puertas del patio y ver qué pasa. Finalmente un
hombre joven se asoma por un resquicio de lo que tiene pinta de almacén y me
asegura que en un momento me atenderá y que me calme.
Sale, llama a la puerta del fondo y consigue extraer del
maremágnum a la que resultó ser la dueña, madre de nuestra chofera (¡). Mujer
ella de la cuarentena, flaca como un clavo, de semblante y voz agradablemente
enérgica. Vestida a la supermoda y taconeando como un rayo controló la reserva,
me ubicó en mi habitación y desapareció en su maremágnum del fondo que luego
comprendería que fungía de dormitorio, salón, oficina y caja fuerte, amén de
otros usos indescriptibles.
La habitación en el primer piso no es muy grande y la
ocupa casi entera un KANG (plataforma
de ladrillos que puede calentarse en invierno) recubierto con un futon y
cojines multicolores de un rojo clavel.
El baño, minúsculamente chic, alicatado negro dorado, se
convertía en horno por el vapor y el calor de la caldera, que sin embargo era
de suma utilidad a la hora de secar la colada.
Ya casi anochecido salgo a la búsqueda de una tienda para
reponer mi despensa y un restaurante para comer algo caliente no fideado y
alguna hoja y hierba en ensalada rociado con una cervecita china de origen aleman, TSINGTAO, (no la SNOW medio muerta) que
es casi tan barata, 3 yuans=o,32 US$, como el agua embotellada.
Buceando entre las sombras me aprovisiono en una especie
de tienda zaguán ennegrecido y me restauro en casa de un tipo entretenido con
la televisión que me echa un plato único de la casa a estas horas entiendo por
las malas maneras de fideos con una salsa de dudoso color y textura afelpada.
¿Quién es aquí el santo que protege de los envenenamientos? Confió en que la
cerveza cerrada y bien cerrada mate los microbios.
Peleo por la cuenta astronómica hasta que se cansa y se
rinde.
Encuentro mi camino gracias a los destellos, es un decir,
de la lucecita del colmado.
Esa noche dormiría en el KANG, mullidito el futon, con un
edredón como momia para protegerme del aire acondicionado.
Mañana descubriría las hordas turísticas bien cerquita.
FOTOS: Cortesía de GOOGLE